13.5.08

Paul Auster: La Habitación Cerrada

Recuerdo que hace un par de años leí la Trilogía de Nueva York de Paul Auster, me quedé muy entusiasmado con el libro este. Me alegro mucho haberlo encontrado en castellano, porque así lo puedo compartir aquí. Les dejo un pedazo de una de las novelas, si alguien tiene interés en la novela (en pdf) se la haré llegar.



Mi primer paso fue ponerme en contacto con Stuart Green, editor en una de las mayores editoriales. No le conocía muy bien, pero nos habíamos criado en la misma ciudad y su hermano menor, Roger, había ido al colegio con Fanshawe y conmigo. Supuse que Stuart se acordaría de quién era Fanshawe y me parecía una buena manera de empezar. Me había encontrado a Stuart en varias reuniones a lo largo de los años, quizá tres o cuatro veces, y siempre se había mostrado amable, hablando de los viejos tiempos (como él los llamaba) y prometiendo darle recuerdos míos a Roger la próxima vez que le viera. Yo no tenía ni idea de qué podía esperar de Stuart, pero pareció bastante contento de oírme cuando le llamé.

Quedamos en vernos en su oficina una tarde de aquella semana.

Tardó unos momentos en situar el nombre de Fanshawe. Le sonaba, dijo, pero no sabía de qué. Estimulé su memoria un poco, mencioné a Roger y sus amigos, y de pronto cayó en la cuenta.

—Sí, sí, claro —dijo—. Fanshawe. Aquel niño tan extraordinario. Roger solía insistir en que acabaría siendo presidente.

Ese mismo, dije, y luego le conté la historia.

Stuart era un tipo bastante remilgado, un tipo de Harvard que llevaba corbatas de pajarita y chaquetas de tweed, y aunque en el fondo era poco más que un ejecutivo, en el mundo editorial pasaba por ser un intelectual. Le había ido bien hasta entonces —era editor jefe con poco más de treinta años, un trabajador joven, sólido y responsable— y no había duda de que continuaría ascendiendo. Digo todo esto únicamente para demostrar que no era persona automáticamente receptiva a la clase de historia que le estaba contando. Tenía muy poco de romántico, muy poco que no fuera precavido y práctico, pero noté que estaba interesado, y a medida que yo continuaba hablando, incluso parecía excitado.

Tenía poco que perder, por supuesto. Si el trabajo de Fanshawe no le gustaba, le sería muy fácil rechazarlo. Los rechazos eran la esencia de su trabajo y no tendría que pensárselo dos veces. Por otra parte, si Fanshawe era el escritor que yo decía que era, publicarlo sólo podría contribuir a la reputación de Stuart. Compartiría la gloria de haber descubierto a un genio americano desconocido y podría vivir de ese golpe de suerte durante años.

Le entregué el manuscrito de la novela larga de Fanshawe. Al final, le dije, tendría que ser todo o nada —los poemas, las obras de teatro, las otras dos novelas—, pero aquélla era la obra más importante de Fanshawe y me parecía lógico que empezásemos por ella. Me refería a El país de nunca jamás, por supuesto. Stuart dijo que le gustaba el título, pero cuando me pidió que le describiera el libro, le contesté que preferiría no hacerlo, que pensaba que sería mejor que lo descubriera por si mismo. Levantó una ceja como respuesta (un truco que probablemente había aprendido durante el año que pasó en Oxford), como dando a entender que no debía jugar con él. Que yo supiera, no estaba jugando a nada. Era sólo que no quería forzarle. El libro se encargaría de eso, y yo no veía ninguna razón para negarle entrar en él indefenso: sin mapas, sin brújula, sin nadie que le llevase de la mano.

Tardó tres semanas en llamarme. Las noticias no eran ni buenas ni malas, pero parecían esperanzadoras. Probablemente tendríamos suficiente apoyo de los editores para sacar el libro adelante, dijo Stuart, pero antes de tomar la decisión definitiva querían echar una ojeada al resto del material. Yo ya esperaba aquello —cierta prudencia, andar con pies de plomo—, y le dije a Stuart que pasaría por su oficina para llevarle los manuscritos la tarde siguiente.

—Es un libro extraño —me dijo, señalando el manuscrito de El país de nunca jamás sobre su mesa—. No es en absoluto la típica novela, ya me entiende. No es típico en nada.

Aún no está claro que vayamos a publicarlo, pero si lo hacemos, estaremos corriendo cierto riesgo.

—Lo sé —dije—. Pero eso es lo que lo hace interesante.

—Lo que es una verdadera pena es que Fanshawe no este disponible. Me encantaría poder trabajar con él. Hay cosas en el libro que deberían cambiarse, creo yo, ciertos pasajes que deberían suprimirse. Eso haría que el libro fuese aún más fuerte.

—Eso no es más que orgullo de editor —dije—. Les resulta difícil ver un manuscrito y no atacarlo con un lápiz rojo. La verdad es que creo que acabará usted por encontrarles sentido a las partes que ahora no le gustan, y se alegrará de no haber podido tocarlas.

—El tiempo lo dirá —dijo Stuart, nada dispuesto a darme la razón—. Pero no hay duda, no hay duda de que el hombre sabía escribir. Leí el libro hace más de dos semanas y no me ha abandonado desde entonces. No puedo quitármelo de la cabeza. Me acuerdo de él una y otra vez, y siempre en los momentos más extraños. Al salir de la ducha, andando por la calle, cuando me estoy metiendo en la cama por la noche, siempre que no estoy pensando conscientemente en nada. Eso no sucede muy a menudo, usted lo sabe. Lee uno tantos libros en este trabajo que todos tienden a mezclarse. Pero el libro de Fanshawe destaca. Hay algo poderoso en él, y lo más raro es que ni siquiera sé qué es.

—Probablemente ésa es la verdadera prueba —dije—. A mi me sucedió lo mismo. El libro se te graba en el cerebro y no puedes librarte de él.

—¿Y qué me dice del resto de su obra?

—Es lo mismo —dije—. No puedes dejar de pensar en ella.

Stuart meneó la cabeza, y por primera vez vi que estaba sinceramente impresionado.

No duró más que un momento, pero en aquel instante su arrogancia y su pose desaparecieron repentinamente, y me encontré casi deseando que me agradase.

—Creo que tal vez hayamos descubierto algo importante —dijo—. Si lo que usted dice es verdad, creo que realmente hemos encontrado algo importante.

Así era, y según se comprobó luego, quizá aún más importante de lo que Stuart había imaginado. El país de nunca jamás fue aceptado ese mes, con una opción sobre los otros libros. Mi veinticinco por ciento del anticipo fue suficiente para comprarme algún tiempo, y lo empleé en preparar una edición de los poemas. También fui a visitar a varios directores de teatro para ver si les interesaría montar las obras. Finalmente, también eso salió bien y planeamos estrenar tres obras de un acto en un pequeño teatro del centro unas seis semanas después de que se publicara El país de nunca jamás. Mientras tanto, persuadí al director de una de las principales revistas para las que yo escribía en ocasiones de que me dejase escribir un artículo sobre Fanshawe. Resultó un texto largo y bastante exótico y en ese momento pensé que era una de las mejores cosas que había escrito. El artículo tenía que aparecer dos meses antes de la publicación de El país de nunca jamás, y de repente me pareció que todo ocurría a la vez.

Reconozco que me dejé atrapar por todo ello. Una cosa llevaba a la otra y, antes de que pudiera darme cuenta, se había puesto en marcha una pequeña industria. Era una especie de delirio. Me sentía como un ingeniero, apretando botones y tirando de palancas, corriendo de las válvulas a los circuitos, ajustando una pieza aquí, diseñando una mejora allí, escuchando cómo el artefacto zumbaba, resoplaba y ronroneaba, olvidado de todo lo que no fuera el estrépito de mi invento. Yo era el científico loco que había inventado la gran máquina mágica, y cuanto más humo salía de ella y más ruido hacía, más feliz estaba yo.

Quizá eso era inevitable; quizá tenía que estar un poco loco para embarcarme en ello.

Dado el esfuerzo que me había supuesto reconciliarme con el proyecto, probablemente era necesario que equiparase el éxito de Fanshawe con el mío propio. Había tropezado con una causa, algo que me justificaba y hacía que me sintiese importante, y cuanto más plenamente me sumergía en mis ambiciones para Fanshawe, más nítidamente me veía a mí mismo. Esto no es una excusa; es simplemente una descripción de lo que sucedió. La visión retrospectiva me dice que estaba metiéndome en líos, pero en aquella época yo no era consciente de ello. Es más, aunque lo hubiera sido, dudo que hubiera hecho algo diferente.

Debajo de todo ello estaba el deseo de permanecer en contacto con Sophie. A medida que pasaba el tiempo, se convirtió en algo perfectamente natural que yo la llamase tres o cuatro veces por semana, para almorzar con ella, para dar un paseo por la tarde en su barrio con Ben. Le presenté a Stuart Green, la invité a conocer al director de teatro, le busqué un abogado para que se ocupara de los contratos y otros asuntos legales. Sophie aceptó todo esto con naturalidad, considerando aquellos encuentros más como ocasiones sociales que como conversaciones de trabajo, dejándole claro a la gente que veíamos que yo era quien tomaba las decisiones. Intuí que estaba decidida a no sentirse en deuda con Fanshawe, que, sucediera lo que sucediera, ella continuaría guardando las distancias. El dinero la hacía feliz, por supuesto, pero nunca lo relacionó realmente con el trabajo de Fanshawe. Era un regalo inesperado, un billete de lotería premiado que le había caído del cielo, y eso era todo. Sophie vio a través del torbellino desde el principio. Comprendió el fundamental absurdo de la situación, y como no era avariciosa, como no tenía ningún impulso de aprovechar su ventaja, no perdió la cabeza.

Me esforcé mucho en mi cortejo. Sin duda mis motivos eran transparentes, pero quizá eso fue lo bueno. Sophie sabía que me había enamorado de ella, y el hecho de que no me abalanzase, de que no la obligase a declarar sus sentimientos hacia mí, probablemente contribuyó más que ninguna otra cosa a convencerla de mi seriedad. Sin embargo, yo no podía esperar eternamente. La discreción tenía su función, pero demasiada discreción podía ser fatal. Llegó un momento en que noté que ya no estábamos empeñados en un combate, que las cosas se habían asentado entre nosotros. Al pensar ahora en ese momento, me tienta utilizar el lenguaje tradicional del amor. Deseo hablar con metáforas de calor, de fuego, de barreras que se derriten ante pasiones irresistibles. Soy consciente de lo ampulosos que pueden sonar estos términos, pero al final creo que son exactos. Todo había cambiado para mí, y palabras que nunca había comprendido, súbitamente empezaron a tener sentido. Aquello fue una revelación, y cuando finalmente tuve tiempo de absorberla, me pregunté cómo había podido vivir tanto tiempo sin aprender aquella sencilla verdad. No estoy hablando de deseo tanto como de conocimiento, del descubrimiento de que dos personas, a través del deseo, pueden crear algo más poderoso de lo que ninguna de ellas podría crear sola. Ese conocimiento me transformó, creo, e hizo que me sintiera más humano. Al pertenecer a Sophie, empecé a sentir como si perteneciera a todos los demás. Resultó que mi verdadero lugar en el mundo estaba más allá de mí mismo, y si estaba dentro de mí, también era ilocalizable. Era el diminuto espacio entre el yo y el no yo, y por primera vez en mi vida vi esta nada como el centro exacto del mundo.

Era el día en que yo cumplía treinta años. Conocía a Sophie desde hacía aproximadamente tres meses y ella insistió en que lo celebráramos. Yo estaba reacio al principio, ya que nunca había dado mucha importancia a los cumpleaños, pero el sentido de la ocasión de Sophie acabó venciéndome. Me compró una cara edición ilustrada de Moby Dick, me llevó a cenar a un buen restaurante y luego a una representación de Boris Godunov en el Met. Por una vez, me dejé ir, sin intentar explicarme mi felicidad, sin intentar anticiparme a mí mismo o maniobrar mejor que mis sentimientos. Quizá estaba empezando a percibir una nueva audacia en Sophie; quizá ella me estaba dejando saber que había decidido por sí misma, que ya era demasiado tarde para que ninguno de los dos se echara atrás. Fuese lo que fuese, aquélla fue la noche en que todo cambió, en la que ya no hubo ninguna duda respecto a lo que íbamos a hacer. Regresamos a su apartamento a las once y media, Sophie pagó a la soñolienta canguro y luego entramos de puntillas en la habitación de Ben y nos quedamos allí un rato viéndole dormir en su cunita. Recuerdo claramente que ninguno de nosotros dijo nada, que el único sonido que yo oía era el leve gorgoteo de la respiración de Ben. Nos inclinamos sobre los barrotes y estudiamos la forma de su cuerpecito, tumbado boca abajo, las piernas encogidas, el trasero levantado, dos o tres dedos metidos en la boca. La escena pareció durar largo tiempo, pero dudo que fuese más de un minuto o dos. Luego, sin previo aviso, ambos nos erguimos, nos volvimos el uno hacia el otro y empezamos a besarnos. Después de eso, me resulta difícil hablar de lo que sucedió. Estas cosas tienen poco que ver con las palabras, tan poco, en realidad, que casi parece inútil tratar de expresarlas. En todo caso, diría que

estábamos cayendo el uno en el otro, cayendo tan rápido y tan lejos que nada podía pararnos.

De nuevo, recurro a la metáfora. Pero probablemente no se trata de eso. Porque que pueda o no pueda hablar de ello no cambia la verdad de lo que sucedió. El hecho es que nunca hubo un beso igual, y dudo que en toda mi vida vuelva a haber un beso igual.

3 comentarios:

Lilyth dijo...

Eso es todo lo que vas a colgar??? Me vas a dejar así?? Jajajajaj, la historia promete ;)
Besos iguales y desiguales.

utópico dijo...

pues te puedo pasar el pdf, es mas lo voy a colgar aqui mismo. para el que quiera.

es buenisima la historia, detectivesca, pero no tanto... super interesante. ademas que es uno de los mejores escritores norteamericanos en la actualidad.

besos!

FELIPE dijo...

Felicidades, bienvenido al mundo del ciudadano de Brooklyn, el mago de las casualidades y causalidades, de las coincidencias y de los momentos mágicos.

Te recomiendo el "Cuaderno rojo". Alguien en nuestro pais debería recrear la experiencia del libro "Pensé que mi padre era Dios"

Su esposa Siri Hustvedt escribe igual o mejor "todo cuanto amé" es una joya.

Para concluir tiene una hija tan linda, pero tan linda.....